sábado, 31 de mayo de 2014

Abrázame


        Nunca antes desvelé mis sentimientos. Tampoco pensé que el futuro caminaría de espaldas hasta alcanzar inexorablemente mi presente.
En aquel entonces era –y aun lo soy- un clásico, pero su juego íntimo me sedujo. Día tras día fui absorbido por los titilantes caracteres sobre el blanco fondo de la pantalla de aquel sitio, uno de tantos espacios virtuales donde la oferta y demanda anónima de afecto era posible, sin concesiones, sin obligaciones ni compromisos.
    Pero a ella, desde el primer instante no la pude ignorar. Léxico complicado, a veces incomprensible, pero siempre seductor. Cada comentario, requería instintivamente una respuesta, deseaba cautivarla, no aburrirla, pero sin querer un día desvelé mi precaria situación en eso del amor. No sabría decir cuándo comenzó ese punto sin retorno, abandonamos la simple curiosidad convirtiéndola en obsesiva dependencia.
Precavido al comienzo, o más bien con absurda timidez, adopté una actitud defensiva. Prefería tocar temas frívolos, triviales en definitiva sentí que la perdía,  demoraba su respuesta, otras veces un adiós recurrente. Opté entonces por la íntima beligerancia evitando ser grosero, la premura en su respuesta era entonces intensa, apasionada.
        Pero aquella noche fue vertiginosa, podía oír con cada pulsación del teclado su latido, parecía incluso no poder dominar la percusión de mis yemas contra las teclas, como una caricia lasciva penetrando en su secreto. Sentí pánico al bailar su sintonía, y forcé la salida o, mas bien, la huida. La conversación se tornó unidireccional, me limitaba a  observar sus comentarios. Entonces, el baile de su teclado vomitó un léxico incierto. La tipografía cambió, se tiñó de rojo, las mayúsculas no eran respetadas, los dígitos se mezclaban con las palabras. Signos de admiración de diferentes tamaños y formas se enfatizaban en párrafos completos. Pasé días convenciéndome de haber hecho lo correcto al silenciarme, era una estupidez la experiencia, debía apostar por seguir siendo clásico.
Hasta aquella noche.
        Un sonido agudo e intermitente en lejanía penetro en mis tímpanos, al tiempo que abría los ojos atenazado sobre la cama. Agudicé los sentidos intentando localizar su procedencia, y entumecido por la tensión forcé la situación incorporándome sin encender la luz, posé los pies descalzos en el frío suelo y me trasladé de un lugar a otro de la habitación  pegando el oído a la inerte pared, armarios, radiadores de frío metal, donde el goteo hueco de su interior siquiera se parecía. Entonces percibí aquello bajo mis pies que súbitamente me hizo resbalar hasta encontrar el suelo, intentaba incorporarme apoyándome sobre mis manos y resbale quedando impregnado en algo denso y húmedo.
Empapado en aquella húmeda calidez, alcancé el cordón de la lámpara de la mesilla, y un fogonazo carmesí inundo el espacio. Desaparecida la sensación de ceguera reconocí mis manos y piernas hasta los pies empapados de aquel viscoso líquido que imaginé sangre, hasta que mi pituitaria detectó ese intenso olor a pintura.
        El suelo de la habitación convertido en un lago rojo crecía y crecía hasta perderse bajo la cama. Busque la dirección contraria al avance de aquella lengua informe, alcance la puerta del estudio tras aquel intenso olor asentado en mi paladar provocándome nauseas y sensación de vértigo. Me flaqueaban las rodillas mientras observaba perplejo las marcas que mis manos dejaban en la pared al apoyarme, pero parecían huellas de pisadas. Como en una visión surrealista, sentí hundirme en un abismo, alejándome en un túnel infinito hasta impactar violentamente de espaldas contra la puerta, tanteando giré el pomo tras secarme las palmas de las manos con firmeza en el calzoncillo, y traspasé la puerta abandonando el dormitorio. Cerré tras de mí, pero seguía escuchando -ahora con mayor intensidad-, el sonido repetitivo y agudo sin atreverme a encender la luz. En la oscuridad del estudio, solo la mesa era parcialmente iluminada por la pantalla del ordenador encendida. Me aproximé a la mesa hipnotizado por el resplandor arrastrando los pies para evitar resbalar. Aquel líquido escapaba bajo mis pies mientras el agudo sonido aumenta. A un par de metros distinguí  en el monitor una línea roja, que se trazaba de izquierda a derecha, sin parar saturando los píxeles de las diecisiete pulgadas, y de nuevo vuelta a empezar.
    A menos de un palmo, en penumbra sobre el teclado, el libro que había estado leyendo la noche antes pisaba la barra espaciadora, liberé la tecla cesando al instante el sonido, mientras el signo de interrogación en rojo, seguía clonándose en la pantalla de forma interminable.
    Un instintivo escalofrío me hizo arrancar el cordón umbilical entre ordenador y monitor y aquel que unía la computadora con aquel negro parpadeante de ojos diminutos con antenas que me permitía navegar por la red. Seguí el cable hasta localizar la clavija en la pared, viendo qué desde allí, del interior de la conexión, era de donde manaba lentamente aquel líquido deslizándose por la pared. Tiré del cable hasta desconectarla haciéndose el silencio, también la oscuridad se apoderó del espacio, todo quedó suspendido en un extraño vacío durante segundos interminables. Aquella tensa situación no hizo más que agudizar al máximo mis sentidos, tanto que un leve ruido irreconocible me sobresaltó. El simple acto reflejo al girar en aquella dirección hizo de nuevo que un segundo después, me encontrase en tendido supino al estrellarme esta vez con dolor, sobre el suelo.

    Súbitamente desperté sobresaltado sobre la cama, sudoroso, helado, con las retinas fijas en el lienzo blanco del techo, me incorporé, ningún líquido rojo, ningún sonido salvo el producido por el sordo ritmo cardiaco de mí pecho que se reflejaba en mis sienes.
                                                                ***


    A la tarde al regresar de la oficina, el mismo entorno de la noche antes, nada era diferente, la cama desecha, los vaqueros del día anterior por el suelo, las toallas sobre el bidé y cómo no, los frascos de dentífrico y colonia abiertos, lo habitual.
Aquel panorama estimuló mi vejiga, -ayudado tal vez por la interminable caravana de tráfico- me dirigí al baño y sin levantar la tapa del inodoro, me deje relajar por aquel acuático sonido.
        Agotado de la noche pasada, con movimientos autómatas mis pasos dirigieron mi cuerpo al estudio, junto al ordenador. Aquella mañana tras la pesadilla, dormido y  sin ducharme al despertar me precipite a la jauría callejera sin imaginar lo que ahora contemplaba. El teclado desconectado, el router apagado y la clavija de conexión en el suelo. No entendía nada, pero tampoco tenia ganas de pensar, conecte el ordenador, lo encendí y… ¡Sorpresa! inmediatamente apareció aquel tapiz de interrogantes rojos en pantalla, como en el sueño.  Salvo una diferencia, al final, en la parte inferior de la pantalla, en la última línea, una frase concluía el párrafo.
¿Ya no quieres hablar conmigo?
        Me desplome en la silla, reconecté los cables y me conecte al Chat, y allí estaba. Intente tranquilizarme, ponerme en situación tratando de encajar el recuerdo de la pesadilla de la noche pasada.
        Tras un tímido ¡hola!, esperé. Recordaba su última e incoherente conversación, temía lo peor, pero parecía que solo pretendía continuar donde lo dejamos. Poco a poco entramos en el calor del teclado, me deje embaucar, me encontré mecido por sus palabras, las horas pasaron como minutos y la noche se apoderó de nosotros en una dialéctica más que comprometida. Ambos nos vaciamos, los sentimientos y sensaciones afloraron sin dar tregua a la razón. Tras semanas de charla, aquello ya no era ningún juego, sus secretos me comprometían y la consecuencia, inevitable. Si nos veíamos, era decisión mía. Necesitaba conocer a Nagámani.

                                                                    ***


        Apenas crucé el umbral de aquel portal impregnado en olores de antaño, gire sobre mis hombros, quería conservar la imagen de aquel momento, como cuando percibes el fin de algo inevitable o, el principio de algo deseado. Descendí aquellos peldaños de mármol resquebrajados, como olvidados por cientos de pasos que  conservaban el frescor de aquel portal de agrietados techos inalcanzables.
    Dos efigies de arcángeles de escayola, parecían descolgarse de ambos lados para susurrarme secretos al oído. Un constante escalofrío era el resultado al adentrarme en la penumbra tras el ascensor,  donde dijo hallarse su puerta, sin número. Solo una P y una R  bocabajo dejaban intuir los restos de lo que una vez fue la portería.
    “Golpea con la mano tres veces, el timbre no funciona”. -me había dicho-
Tras el eco que dejaron mis nudillos en la carcomida y mohosa madera, una lejana voz parecía decir. ¡Pasa! No sé, pero escuchar aquel vocablo, pareció ejercer sobre mí una sutil confianza que elimino dudas.
        La oscuridad aparente no era fruto de falta de iluminación, sino por el mugriento  entelado de paredes y techos. Todo el entorno parecía estar cambiando la piel, la tarima envejecida parecía quejarse a cada paso como los huesos de un anciano que se incorpora. Por más despacio que pisaba más crujía, como sí alterase  un orden arcaico establecido.
        ¿Ernesto? – El eco de su voz al pronunciar mi nombre se ampliaba a través de aquel corredor sembrado de candelabros sin vida. No solo la falta de iluminación daba carácter al lugar, según avanzaba un olor a pinturas y barnices me resultó familiar. Gire al fondo de aquel pasillo donde otro largo corredor estaba preñado a ambos lados de lienzos de todos los tamaños, embadurnados con singular pintura difícilmente reconocibles, apoyados en el suelo, recostados contra el muro. Pero no solo los aceites abarcaban los límites de aquellos lienzos, extrañas huellas de pies descalzos sembraban las tablas del suelo creando una pintura multicolor a lo largo de aquel túnel en penumbra. Con la angustia atenazando mi estómago seguí su rastro, pero descalzo, no quería desfigurar aquel collage improvisado. No me atrevía a vociferar su nombre, pero sentía cada vez más cercana su proximidad.
         Rebase a  mi izquierda una dependencia, pequeña, con aspecto similar al resto, pero más acogedora. Algunas de sus pinturas – enmarcadas en la pared-, y fotografías de una adolescente, junto con otros niños todos con su mismo aspecto.     Detrás, unas manos sobre sus hombros, con rostros sonrientes, seguramente aquellos padres adoptivos de los que me habló, y junto a estos una monjita y lo que parecía un doctor.         Los reconocí sin haberlos visto nunca, me hablo tanto de ellos, de cuando aparecieron en aquel campamento de refugiados, les era indiferente, cualquier niño les valía, pero se decidieron por Nagamani.
    Detuve la vista en aquel recorte de prensa sujeto con chinchetas. La noticia se hacia eco del triste suceso, un falso juguete bomba marcó el resto de su vida. Pocos años mas tarde un accidente de coche renovó su orfandad.
    Su único contacto externo, estaba sobre una mesa de ennegrecido barniz agrietado por el tiempo, su ordenador, y su micrófono, aquel que se convirtió en nuestro particular cruce de destinos, a pesar de los problemas que ocasionaba aquel programa adaptado para discapacitados, donde en cualquier momento, podía convertirse en la torre de Babel para interpretar su voz, la misma que de nuevo me reclamaba. Sin duda las pesadillas que invadían mis noches eran consecuencia de tantas horas descritas por su voz en aquel entorno.
        Al final del largo corredor, una puerta entreabierta dejaba escapar la luz como afilado cuchillo seccionando el pasillo, donde las moléculas de polvo danzaban en suspensión. Agarré su picaporte y empuje con cuidado, pero de nada sirvió, las enormes bisagras de la desvencijada puerta chirriaron todas a la vez.
¿Ernesto?
        Si Nagámani, soy yo. De algún lugar oculto tras rebasar la puerta provenía su voz. El resplandor de la claraboya de un patio interior que mantenía aquel lugar con vida, dejaba pasar el poder del astro cegándome, obligándome a mirar hacia el suelo como reverenciándole, lo que me permitió ver una especie de diminuto caballete apoyado contra la pared donde a no mas de un palmo sobre el suelo, apoyado, un inmaculado lienzo se encontraba en proceso creativo.
        Al pie de este, otros pies, pequeños, sensualmente desnudos se debatían literalmente bañados en aceites multicolores. El dedo pulgar e índice del píe izquierdo, hábilmente, parecía sujetar el lienzo. El derecho, mezclaba con habilidad sobre el negro suelo, dispuesto como paleta de pintor, los óleos hasta conseguir el tono deseado. Así comenzaba el baile sobre el lienzo donde el dedo pulgar derecho, tenía el cometido de dar carácter a aquellos trazos mas definidos, reservando el resto para interpretar su peculiar danza allí donde se hiciese necesario que los colores cubrieran una extensión mas imprecisa. En silencio observé sus pies chapoteando sobre la improvisada paleta multicolor, seguí la extremidad regocijando mi vista en la prolongación de las desnudas pantorrillas hasta más allá de aquella rodilla, donde la negra sombra proyectada por el quicio del ventanal diluía la esperanza de descubrir a Nagámani.
Intente situarme en una posición menos forzada para encararme con ella, pero su voz me detuvo, -aguarda un momento- me dijo. Aquella voz, su voz, el sonido de sus palabras parecía cubrirse de piel intentando persuadirme.
        Lentamente su contorno abandonó la penumbra arrastrando su silueta buscando el contraluz. Nagámani apareció frente a mí, esperando mi reacción. Aquellos profundos ojos reflejaban la húmeda tristeza, -o alegría tal vez-, al tiempo de mirarnos con fijeza un instante interminable, sin palabras. Una mueca de sonrisa entonces arqueo sus labios al mirar mis pies descalzos. A su rostro devolví la sonrisa mientras observaba su delgado cuerpo en el interior de un pantalón de peto salpicado de pintura sobre una camiseta de color indefinido, cuyas dos flácidas mangas cortas sobre sus costados ocupaban el lugar donde deberían asomar sus brazos. Recordé en aquel instante su sueño, aquel que me describió tantas veces, la imagen de dos manos pendulares de una pareja buscando rozarse durante los largos paseos en el parque, hasta que cálidas y deseadas se encuentran y entrelazan.
    En ese segundo de reflexión ante su fragilidad percibí mucho más intenso aquel olor a pintura. Sin darme cuenta estaba tan cerca de su rostro, de sus labios, que su contorno inundaba todo el espacio.
    
Para abrazarte he venido, -le dije-.
Fueron las únicas palabras que precedieron a lacear mis brazos sobre su espalda presionando su pecho contra el mío. Me pareció oírla sollozar, también yo lo hice al sentir entonces el vacío, la ausencia de sus brazos rodeando mi cuerpo. El dolor del abrazo no correspondido.
    Todavía hoy nos observamos sin palabras y aún sin ellas nos abrazamos.
Alguna vez recostada su espalda contra mi pecho extiendo mis brazos como si de los suyos se tratase, los guía y dice sentir que fuesen suyas aquellas manos que tanto desean cada día que acaricien su cuerpo. A veces, besándonos, llego a sentir tras mi nuca el calor de las yemas de sus dedos. 
    Si a ella le basta, a mí me sobra con sentir latir su pecho.