miércoles, 21 de enero de 2015

ENSOÑACION

    EL ENCUENTRO

Nunca nadie me preguntó como la conocí.
Hubiera sido agradable que mis labios retomasen las palabras que solo mi alma rememora de forma recurrente como un impulso irresistible, por este motivo me dispongo a plasmar en estas líneas su recuerdo, que reconfortan a este anciano que conoció su amor, por que temo que el implacable Alzheimer terminara con mi yo, pero no con su recuerdo
 
Añoraba viajar en tren, pero no en los veloces actuales, más bien en aquellos de monótono traqueteo metálico y lento rodar, aquellos que parecen detener el espacio-tiempo, e invitaban a abstraer los pensamientos y percibir aromas inesperados.
 Quería huir de la absorbente velocidad de hiperespacio en que vivimos, esa que agota el espíritu sintiendo que llegamos a lo que nunca alcanzamos. Intentaba refrenar de alguna manera, ese ímpetu por alcanzar al fantasma de lo inalcanzable, no quería detener el tiempo pero si el acontecer premeditado, deseaba ser invadido de vivencias involuntarias, y decidir hacer un viaje.  Y qué momento mejor para que la noche, al relente de su brisa junto al embrujo que la habita, que predispone a su aliada oscuridad,  y que mejor lugar que en las entrañas de un clásico tren de antaño restaurado para el disfrute de nostálgicos.
Y allí me encontraba, en el interior del Transcantábrico, ferrocarril en ruta entre la otoñal y húmeda Luarca,  y nuestro ilustre Santander, en aquel departamento, solo, observando los acolchados bancos de terciopelo granate envejecidos por él tiempo.  Cerré la puerta corredera tras mis talones provocando el aislamiento, de extraños ruidos, de pasos que invadían un pasillo transitado de encuentros,  roces inesperados no siempre carentes de compromiso. De hecho evité el andén, preferí encontrar aquel departamento recorriendo el interior del tren, transitando sus vagones, cómplice entre la multitud, de la estrechez de sus pasillos, de la tarima crujiente, donde únicamente escusas como, ¡lo siento!, ¡perdone!, convertidas en la micro conversación intima entre dos casuales pasajeros, deseaba participar del juego, de lo imprevisible.
Cerré la hoja del ventanal superior que permitía la ventilación de aquel espacio. Quedé aislado del bullicio de gentes y megáfonos de la estación que informaban del deambular de los trenes, un instante de merecida soledad dejando libre la visual para escudriñar su interior. Me senté en aquel acogedor sofá. Enfrente, ausente de compañía, su gemelo vacío se camuflaba con la pared entelada testigo del tiempos pasados. El cenicero de plateado brillo metálico parecía esconderse junto al posa brazos bajo la ventana, anclado como un adorno testigo romántico de su perniciosa misión, lo abrí liberando el aroma a ceniza eterna de tabaco, y mis neuronas se embriagaron de recuerdos de mi pasado adictivo.
Junto al cenicero, un interruptor tornaba la amarillenta claridad en tenue luz encarnada transformando el interior de aquel espacio. Me embargaba la sensación de un viaje instantáneo a algún lugar profundo y embriagador, permanecí expectante, turbado en el interior del improvisado cabaret en que se convirtió. Me detuve en observar las cálidas tonalidades que invadieron aquella intimidad hasta que reparé en la bandeja portaequipajes superior de enfrente, junto a la puerta, una minúscula maleta cuadrada de vértices metálicos como las de antaño y sobre esta lo que parecía sin duda un delicado sombrero con una cinta laceando su copa, apenas pude reflexionar un instante si era un olvido ocasional, o si aquel espacio ya había sido invadido previamente por alguien. No tuve tiempo de reaccionar,  el hechizo fue roto por la chirriante apertura de la corredera que permitió el paso de nuevo a los ruidos del pasillo. Un instante después, nuevamente el silencio total al cerrarse, pero ya no me encontraba solo. La sinuosa silueta de reflejos encarnados se sentó bajo la maleta. Su rostro,  rosado por la luz, y de brillantes pupilas bañadas en plata fijaron en mí su mirada. Hipnotizado seguí su brazo izquierdo que extendía con delicadeza, como no queriendo perturbar mi quietud, se abría paso tras el encaje de su bocamanga, y sus dedos, asidos al fruncido de la cortinilla deslizaron ésta a lo largo de dorada varilla con rapidez, hasta ocultar el exterior. Expectante deseaba el encuentro dialectico, y no se hizo esperar, nuestras miradas se buscaban y se encontraron. Su dulce tono,  inquietante,  susurro.
-Buenas noches, por favor, ¿podría correr la cortinilla?
No lo dude, tras corresponder a su saludo, con el mismo gesto oculte definitivamente al anden el interior de aquel espacio. 
 
 
    SU RECUERDO

La enérgica apertura  de la puerta corredera me sobresalto, y una oronda chaqueta azul cruzada penetró en mi espacio , al tiempo que un rayo de sol liberado entre los visillos hacia brillar sus dorados botones, y tras ella apareció el resto del revisor. Un saludo vespertino y cordial precedió a mostrarle al revisor mi billete, no sin preguntarle al tiempo donde se encontraba el vagón restaurante, -al fondo me indico- extendiendo al tiempo su brazo en aquella dirección, con el pica-pica y mi billete taladrado aun sujeto entre sus pinzas. 
Le agradecí su gesto, al tiempo de recibir de nuevo el billete ya liberado.
Aún adormilado no intuía donde estaba, tampoco me importaba, claramente necesitaba al menos la inmersión de mi cara en agua fresca, deseaba eliminar el envoltorio somnoliento de la noche pasada, pero al cerrar el revisor la puerta de nuevo, reparé sobre el portaequipajes, ya no estaba la pequeña maleta, tampoco su sombrero.
Los recuerdos retornaron y quise saborear el furtivo encuentro de la noche pasada, recrearme en los detalles, me desplome sobre el asiento con la cabeza apoyada en el vidrio del ventanal, corrí levemente la cortinilla y perdí la mirada en el paisaje infinito. Miraba pero no veía, solo recordaba los instantes más sensuales, sus cautivadores ojos, el húmedo calor de sus labios dejándose invadir de lujuria,  el acurrucar su espalda en mi regazo y aquella lágrima recorriendo los pliegues de su mejilla hasta perderse.  No conocía su nombre, si su entrega cuando sin apenas hablar deslizo el pestillo de la puerta sentándose a mi lado, dejó reposar su cabeza en mi hombro suavemente al tiempo de un -¿me permite?- sin intención de esperar respuesta por mi parte, después solo el aroma de sus cabellos, y su mejilla sobre mí hombro. Aquella improvisada actitud paralizó cualquier respuesta. Su constante búsqueda de acomodo sugería que mi brazo sobrepasase su cabeza dándola cobijo, dejando deslizar su mejilla hasta mi pecho,  posando mi brazo sobre su costado. Su respiración y la palma de su mano extendida sobre mi pecho bajo  su mejilla dejaban que el calor de la yema de sus dedos traspasase el hueco entre los botones de mi camisa. No podía controlar el ritmo de mi corazón que iba en aumento de forma paulatina y más sabiendo que ella lo percibiría, era inevitable cuanto más trataba de refrenarlo la adrenalina reafirmaba su química reacción y enloquecía el musculo cardiaco desbocándolo. Ella volvió su rostro hacia el mío con una leve sonrisa en sus labios, con esa mirada conocida, esa que libera de ataduras nuestras dudas y da paso a la complicidad, fui acercándome lentamente a su rostro, como esperando su autorización y estando a esa distancia donde sabemos que no hay retorno, su mano rodeó mi nuca tomo la decisión y presionó obligando a mis dudas a recorrer el último tramo uniendo nuestros labios. Perdimos la noción del tiempo y del espacio, nuestros gestos interpretaron su propia danza y sacaron a la pista de baile al resto del cuerpo, mis manos embriagadas buscaron sus caderas y siguiendo su silueta penetraron en las arenas movedizas de su abdomen hasta percibir su entrega.

EL REENCUENTRO

    Un nostálgico suspiro me libero de la cautiva ensoñación, porque mi estómago dio señales de otras vitales necesidades.                 Balanceándome de un lado a otro del pasillo me encaminé al vagón restaurante oteando el paisaje que se escapaba velozmente tras los cristales, asiéndome donde podía para mantener el equilibrio.                     Antes de alcanzar el final del vagón los aseos me acogieron en su pequeño espacio, en aquel mini lavabo apenas pude refrescarme, la claustrofobia del entorno me hizo desear no haber entrado. Ya sin dudas me encamine decidido atraído por el aroma próximo del café, tan solo el vidrio de un última puerta me separaba, la traspasé y los aromas de los dulces,  mermeladas y bollería reclamaron un grito ahogado de mi estómago.
Cerré tras de mi la puerta, al tiempo que escudriñé aquel espacio buscando un lugar donde sentarme, y entonces reconocí el sombrero. Allí estaba. Su mirada baja no me impidió reconocer el perfil de sus mejillas. Un vuelco inconfundible paralizó mis pasos y no pensé, me acerque dispuesto a saludarla, con intención de hacerle partícipe de mi presencia, pero él se me adelantó, apareció por la puerta del fondo del vagón.
Traje impecable, bien encajado en un hombre de no más de cuarenta,  se aproximó a su mesa,  se agacho acercando sus labios a su  mejilla con evidente intención. Ella retiró la cara, pero el avanzó persistente, tuvo que ceder, luego de nuevo agacho la cara escondiendo el rostro bajo el leve vuelo del sombrero. Él se sentó a su lado. Mis oídos percibieron una melodía melancólica, acorde con la escena, aquella me hizo abstraerme de cualquier ruido ambiente, como si todos los sentidos cedieran su capacidad al único que podía obtener resultados, el oido, que inundado por la música de fondo del local, -concretamente lo que parecía ser un violín lamentando su desdicha-, me acompaño mientras me aproximaba a su mesa, ahora más decidido.
    Mis pies se detuvieron a escasos centímetros, esperaba ser por una parte descubierto por su mirada, pero al mismo tiempo me debatía entre la duda de ignorar la situación, justo en el preciso instante en que el inconsciente se decide, su -¡hola!- decidió por mí.
-Hola -le respondí- aunque ahora eran ambos rostros quienes me dirigían su mirada, el inquisitivo rostro de su acompañante, esperaba una explicación. Ella se adelantó.
-Hola Ernesto
 Acababa de ser rebautizado sin conocer el motivo, esto me obligaba a recordar ese nombre, intentar olvidar por un instante el anterior, tal vez era una premonición de mi nueva vida.
-Te presento a Roberto mí prometido.  Roberto, él es Ernesto, antiguo compañero de la universidad. No sé qué me perturbo más, el conocer la condición de su acompañante o la adjudicación a mí persona de una licenciatura sin pasar por la universidad. Tras el apretón de manos del tal Roberto, -a propósito bastante intenso- una batería de preguntas de este me obligaron a reinventarme de forma inmediata, pero en la medida que contestaba con fluidez apareció ante mí el verdadero Ernesto, estaba reubicando mi espíritu sobre aquel nombre ficticio, le estaba enriqueciendo con una vida tal vez soñada que trataba no darle alas no sea que la poca consistencia y veracidad me indujera a contradicciones. No sé por qué entre en el juego, era como si de repente entras en un túnel de una atracción de feria con luces distorsionadas, empujado por aconteceres inesperados a sabiendas de que nada perjudicial podría ocurrir porque la luz al final del túnel te liberaría de la pesadilla.
-¿Cómo conociste a Daniela?
Por fin conocía su nombre, era la pieza que faltaba para poder unir ambos mundos el que tuve que inventar para mí como licenciado en Filosofía, y el suyo, Daniela. Pero como inventar algo que ya sentía como real por los acontecimientos acaecidos la pasada noche. Necesitaba de inmediato la luz al final del túnel,  y sucedió.
  -Perdón señor ¿le sirvo en esta mesa?
El metre me salvó de aquel aprieto, sugerí que de ninguna manera quería entorpecer la privacidad de la pareja y aunque Roberto insistió, reiteré mi intención y disculpándome me despedí con intención de seguir la conversación en otro momento. Con un apretón de manos y una leve inclinación dirigiendo la mirada me despedí de Daniela. Sus ojos vidriosos y una sonrisa dibujada en la comisura de sus labios también se despedían.
            Elegí otra mesa del vagón restaurante, una que me permitiera alinear nuestras cómplices miradas. Desde allí presencie más tardes por última vez su silueta al dejar el vagón  restaurante. Esa última imagen me atormentaría durante largo tiempo.
Minutos después, recostado sobre la orejera del sillón lentamente me adormilaba con el traqueteo del cambio de vías, respirando el aire templado por el calor del sol de la tarde sobre las cortinas que le impedían penetrar,  únicamente un rayo atrevido atravesó como cuchilla el espacio donde las motas de polvo flotaban alimentándose de su luz.
En estado de duermevela me encontraba, cuando unos enérgicos golpes en la puerta precedieron a dar paso a la figura que menos esperada, Roberto.
. Tras sus buenas tardes, solicito permiso para sentarse, su semblante no me daba a entender que albergara sobre mi ningún reproche, si un hondo pesar. Cabizbajo alargo su brazo con intención de ofrecerme un sobre, que tímidamente tome.
            -Este sobre es para usted, me lo entregó Daniela tras abandonar el tren en la estación que acabamos de dejar. Sé que su nombre no es Ernesto, -no se moleste, no quiero saberlo-, y que fue una farsa lo acontecido en el vagón restaurante. No le reprocho nada, no siento deseos de conocerle, ni nada más deseo hablar con usted, únicamente quería ser el emisario de su carta.
Sostuve aquel sobre con pudor y temor, espere un momento y, lo abrí mientras Roberto abandonaba el departamento, reprimiendo su congoja, sin más palabras.
                - Querido amigo, o al menos así lo estimo
No deseo causarle con mi actitud ningún dolor ni daño. Más dolor siento yo al pensar, que su recuerdo sobre mi únicamente se base en mi inexcusable y extraña actitud para con usted,  pero que en absoluto responde mi habitual conducta. Aunque entendería lo contrario, por lo que espero que estas palabras subsanen en la medida de lo posible las dudas que albergara. Todo para con usted fue sincero por mi parte, aunque sin duda es ineludible por mí parte una explicación, pero como comprenderá sobran las palabras si atendió al encuentro con mi prometido en el vagón restaurante, lo siento.
A veces creemos sentir  amor cuando es en realidad una sombra de tal esencial sentimiento, es lo que sentía por Roberto. Realizábamos este viaje como reafirmación de nuestro compromiso, pero apenas comenzado no pude seguir y decidí abandonarle, refugiarme en otro departamento hasta apearme en la próxima estación, el primero que encontré vacío, sin saber que allí, su ocupante, al mirarle, aún sin conocer siquiera su nombre, me invadió un inexplicable sentimiento de que estaba en casa. Pasada esa noche en su compañía en vez de huir decidí retornar y despedirme para siempre de Roberto, cuando usted nos sorprendió en el restaurante. En lo más íntimo albergo la esperanza de que algún sentimiento similar anidara en usted, pero prefiero que el tiempo sea cómplice, o no,  de nuestro destino. De serme concedido tal deseo, el próximo año en esta misma fecha, en ese mismo departamento, espero encontrarle, y así podrá decirme su nombre. Si fuese ese también su deseo, sabrá reconocer si estoy, y donde encontrarme.
No me olvide, yo no podré.
Daniela
 
      EL DIA

La felicidad para mí siempre fue un estado de ánimo ficticio, un estado que se alimenta de ficticias ensoñaciones, y soy propenso a mecerme en sus fluidos. Este estado amamantó toda mi existencia, me sentía seguro, hasta que la conocí. Por eso sin equipaje me disponía a dejar de ensoñarla, para vivirla. Por fin llegó el momento.
Día tras día en todo este tiempo, Daniela se convirtió en el pasajero habitual de mi memoria. Como un joven adolescente excitado por vivir su primera experiencia  transité el interior de aquel tren de antaño hasta encontrar el departamento rememorado hasta la extenuación.
No me atrevía abrir la puerta, pero mi mano tomo la iniciativa y de un impulso quedó a la vista el interior, vacío, idéntico a como lo recordaba, cerré la corredera tras mis talones y me encaminé a la ventana abierta, esta vez la lluvia primaveral humedecía los cantos que abrazaban las vías haciéndola brillar, mis pupilas quedaron atrapadas, el olor a óxido húmedo acompaño mi recuerdos mientras me deje deslizar hasta sentarme en el sillón. Con pesar por su ausencia, reconocí lentamente con la mirada, -como entonces-,  el entorno y de repente en la misma esquina sobre el porta equipajes, su minúscula maleta cuadrada de vértices metálicos como las de antaño. No albergue dudas, sin apenas sentir el balanceo del vagón dirigí mis pasos hacia donde ella dijo que sabría encontrarla. Ya percibía el olor del café, de los dulces. Llegue a la puerta, me paré, creí verla a través del cristal serigrafiado, -¿y si no es ella? pensé-. Con un nudo en el estómago, y un vuelco en el corazón,  de nuevo mi mano tomó la iniciativa y deslizó lentamente la corredera.
    Todavía hoy me siento, su Ernesto, -para ella siempre lo seré-, confesare que en aquel momento ya me consideraba un romántico vocacional, sensible hasta la lágrima,  ni que decir que estas virtudes –o defectos- se me acentúan con la edad y con semejante maridaje creo,  involucionar en lo referente al futuro de mi especie. Pero en este estado deseo apagarme, entregarme al otro lado para volverla a ver.
     Fuimos muy felices, por eso cada año en estas mismas fechas me llevo su recuerdo, su minúscula maleta, la deposito en el mismo lugar donde primeramente la encontré, y permanezco allí en el mismo departamento, encerrado, porque creo que si no dejo de mirarla, mantendré viva su memoria hasta que ella venga a buscarme porque desde que Daniela me falta, este dolor espera la muerte como un bálsamo.
 
Fin