miércoles, 7 de julio de 2021

El pequeño

    ¿Alguna vez habéis sentido al mirar de soslayo, o al pasar las yemas de los dedos rozando aquellos estantes de acurrucados libros, un leve susurro?, ¿Como si algún recuerdo guardado entres sus páginas tratara de llamar vuestra atención?

    Ramón lo sentía, cada vez que se acercaba a su biblioteca atestada de ejemplares, y se paseaba observando para elegir su próxima lectura. Posaba su mirada una y otra vez sobre sus lomos, mirando sin mirar, contemplando sus tonalidades y tamaños sin llegar a leer sus títulos. Solo, esperando percibir alguna sensación que penetrara su mente.

    Solo necesitaba una señal que decidiera su elección. Creía, o le gustaba pensar,  que era cierto, que los libros se contaban sus secretos. Que discutían entre ellos sobre si el contenido de sus páginas eran más interesantes y cautivadoras. Incluso sospechaba que apostaban cual de ellos sería el próximo elegido para vaciar su espíritu secreto a través de sus pupilas.
    A menudo Ramón albergaba ciertas dudas producidas por su senil indecisión, ralentizaban el ritual, pero tras momentos de excitante incertidumbre, irremediablemente se producía el milagro, la elección estaba hecha.

    Pero… aquel pequeño, delgado, forrado de papel amarillento por el tiempo, siquiera discutía, nunca se oponía, tenia las de perder, solo callaba, sabia que los ojos de Ramón no se posarían nunca en él. Sus doradas letras del titulo en su lomo permanecían ocultas y no podía competir por tu atención. Se sentía huérfano, ignorado, veía como el resto de sus colegas tenían el privilegio al menos, de ser manoseados una y otra vez.
    Pero esta vez iba a ser muy diferente. La mirada de Ramón se dirigía definitivamente a su entorno. Debía aprovechar aquella oportunidad, llamar su atención, y empujado por un algo interior,  decidió dar el gran salto.


    Ramón creyó, que sus torpes movimientos lo habían arrastrado haciéndolo caer, pero no fue así.

    Aquel pequeño, sabiéndose no elegido, aprovecho el momento en que la temblorosa mano de Ramón se dirigió a su compañero, al gigante orgulloso repujado en cuero y entonces se agarro fuertemente a su costado, sabia que era arriesgado, definitivo, desea  por una sola vez llamar su atención, y se precipito al vacío.
    Aquel caer al abismo se le antojaba interminable, hasta que la mano de Ramón logro en un alarde de reflejos alcanzarlo.

    - Logró salvarme, antes de  tocar el suelo, por fin.
¡OH, no!
¡Ni siquiera me mira, parece que me va a devolver a mi lugar!
¡Esta dudando!
¡No, ahora ojea mi interior!
Noto la presión de sus dedos en mis costados, parece interesarse, ¡vamos!, intenta recordar. ¿Porque me gira?, no tengo nada en mi espalda, mira en mi interior, vamos no lo dudes!
¡Por fin, la primera página, sigue, seguro que  la encuentras!
¡Creo que me devuelve al estante. ¡No por favor no!, tendré que obligarle.

    Entonces ,lentamente, como la otoñal hoja se desprende de su árbol y se posa en el suelo, un pequeño papel cayo de entre sus páginas.
Ramón se agacho. La abrió con imprecisión, y tras unos instantes interminables una sonrisa frunció sus parpados. A su memoria retornaron aquellos instantes de inspiración junto a ella, y lo leyó.

    Querida Rosa    
 
    Palabras escritas en mi alma, alimentadas de sentimientos platónicos son el paisaje ajeno a lo cotidiano del que se alimenta mi espíritu y mi existencia.
Acunado en esta plenitud de nostalgia inductora de placeres intemporales quiero y deseo estar. Pero de nuevo lo pones difícil.
 Insistes en que abandone mi lascivo estado de soledad.
     Pero no es casualidad esa insinuante y morbosa lencería con la que tu presencia me castiga. Fina seda, que encarcela con enrejados hilos tus delicadas y calidas formas no exentas de peligros donde enredar mi pensamiento hasta morir de deseo.
     No suficiente con mostrar tu sensualidad más salvaje, decoras tus pisadas envueltas en calzado singular donde tus dedos se ocultan esperando su ansiada liberación.
    EL negro ceñido a tus formas y caderas no es mas que el envoltorio que todos quisiéramos para perdernos en un infinito de fantasías que solo tu puedes inspirar.
    Que oculto poder encierras, que estimulas mi existencia cotidiana en múltiples formas.
    
Tú eres mi inspiración, y mi agonía.
 No quiero siquiera hablarte, porque significaría desvelar mi quietud.

Te quiero para siempre.
Ramón
                                                                                                    Septiembre 1960



    Tras leer aquella nostálgica dedicatoria, se encamino a su sillón con el pequeño entre sus manos.

    - Oh, me siento como el genio liberado de la lámpara, esta vez ocuparé el lugar privilegiado donde he visto día tras día y noche tras noche a otros ser devorados por sus ojos.
Es mi momento, solo deseo verle disfrutar de mis palabras, que me lea lentamente, que se detenga, que alargué mis sílabas, que incluso me subraye, solo deseo sentir la brisa de su respiración.
Ya noto el terciopelo de su bata en mi espalda mientras se coloca los vidrios. Por fin me aproxima, siento crecer el calor de su mirada en mis renglones.
    

    Aquel insinuante título en cursiva en su primera página y descubrir el porque aquella nota la guardo Rosa en el corazón de aquel libro, erizó la epidermis de Ramón y se dispuso a leer excitado.
    Deseaba con impaciencia reencontrarla en algún lugar entre aquellos renglones rotos.

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miércoles, 26 de mayo de 2021

Hasta siempre a todos

Vaya faena; y ahora, ¿con quién voy a hablar de libros? De Sandor Marai, de Stefan Zweig, ...
Muchas gracias por tantas comidas compartidas, por los buenos ratos charlando sobre libros, series, ... Te vamos a echar mucho de menos, pero deseo que disfrutes esta nueva etapa de tu vida y que tengas tiempo para desarrollar al menos una mínima parte de todos los proyectos que siempre bullen en tu cabeza.Se nos marcha el último hombre del Renacimiento en Colt.
Un fuerte abrazo,
Ricardo

viernes, 23 de abril de 2021

La Travesia finalizó, pero no el viaje.


    Navegar a vela en ¡rabiosa ceñida! es conseguir dominar la nao equilibrando la fuerza del viento de través contra el velamen, y la resistencia contraria que ejerce la orza bajo la quilla surcando la mar, contrapesando el abatimiento y escorando lo justo para no volcar y mantener la proa al viento a máxima velocidad. Ese pulso se concentra al volante del timonel, ambas fuerzas desean imperar y doblegar sus muñecas al intentar someter la furia de ambos manteniendo firme la rueda,  saber conceder ese mínimo giro para contrarrestar también nuestras flaquezas, esa maestria se consigue sabiendo leer y sentir el viento en el rostro,  el quejido de las telas, el crujir de los mástiles, y la espuma del mar al romper contra el costado.
Veinte años es mucha vida sobre la cubierta de Colt, y os aseguro que más de una vez junto a la tripulacion me he sentido navegar en ¡rabiosa ceñida!
Muchas gracia a todos, por todo. El La Nao Telemaco, La Travesia
La nube sin remision se postula como la hemeroteca de nuestros recuerdos, 
seguir este enlace.

viernes, 16 de abril de 2021

Cebú


En ese lugar donde cuatro patas definen las creencias de sus gentes,  y las castas vertebran el valor de la vida o la muerte, entre olores a sándalo sudor y dátiles, la miseria y el calor se apoderaban de aquella destartalada estación de tren.
    Hacinados pasajeros hacían de la paciencia una virtud sin valor pegada a su piel.  Tez y cabellos oscuros competían con profundos ojos brillantes de azabache, que parecían iluminados en noches de nostálgica luna
    Sacrificaban el poco espacio para respirar hasta conseguir que la intimidad se instalase en aquel vagón, donde Raisa apretando los dientes y su abdomen se vaciaba de dolor en soledad, deseando el momento
    Aquel espacio hueco y oxidado la convirtió en un instante en matrona y parturienta a la vez. Las henchidas arterias de su cuello y sienes eran el preludio del último esfuerzo que trasformo el sudor de su frente en llanto abrazado de histérica sonrisa al contemplar por fin, el rostro ensangrentado de Qufac, su noveno hindú

    Tras recuperar el normal latir de su corazón contemplo todavía desorientada en silencio, aquellos primeros y únicos instantes. Su cabeza agotada del esfuerzo se permitió reposar la nuca sobre aquel cajón, mientras,  dirigía la mirada esta vez a Rastaf y Meifac, dos de sus hijos menores que desapercibidos del milagro, intentaban tras las ventanas enrejadas de acero, alargar sus brazos, para tocar al Cebú, que desde el anden alargaba su cuello y se ofrecía sin resistencia a sus caricias.

    La aterciopelada felicidad infantil que sus rostros ofrecían, no pasaba inadvertido al sagrado animal sabedor de su estatus, conocedor al mismo tiempo de ser el causante de su hambre y miseria.

Perlas liquidas humedecían los pómulos de Raisa, hasta encontrar la comisura de sus labios donde el sabor salado le presagiaba la levedad temporal entre la ínfima felicidad y la eterna amargura. El plúmbeo ambiente de aquel lugar, termino de agotar las escasas energías, dejando reposar su milagro sobre el suelo de madera entre sus piernas, no sin antes separar, con pesar, el que instantes antes fue una prolongación de su cuerpo.

Con apenas un susurro agotado los llamó.
Rastaf, Meifac, cuidad de vuestro hermano.

Al instante la cabeza de Raisa, como una muñeca rota se desplomo sobre su hombro.

    Ambos se hincaron de rodillas al lado de su madre, Meifac  sabia que hacer, tomo con sus ingenuas y pequeñas manos a su hermano que lloriqueaba sin cesar, recorrió el corto trayecto hasta la portezuela de salida aquel vagón, y allí estaba.

    El Cebú, había introducido su enorme y blanca testuz en el interior del vagón instintivamente, reclamando la vida con su agudo olfato, sintiéndose fiel cumplidor de su sagrada existencia,  ser madre de madres.

    Sobre el suelo de cálido metal, Qufac se agitaba sin para de gemir a escasos centímetros del Cebú, este olisqueo al pequeño e inmediatamente de su boca salio una enorme lengua blanca que lo lamió, primero el rostro y después el resto del cuerpo con movimientos indefinidos  pero certeros que acallaban sus lloros ante los expectantes ojos de sus hermanos, de cuyos rostros nunca desapareció la sonrisa.

    Desde, el extremo opuesto, serena y orgullosa, Raisa los contemplaba

viernes, 11 de noviembre de 2016

Adiós Leonard Cohen, gracias por tu legado


Leonard Cohen nos dejo. Algo se asfixia en mi interior, apenas se queja, solo calla conteniendo el llanto recordando su profunda y penetrante voz.
Su legado musical me acompañara hasta el mismo final,  que ahora en paz sumerge su alma. Nada escribiría, solo un latente y triste dolor mueve mi pluma, empaña la realidad, los sonidos ambientales alrededor se disipan, solo dejan hueco a la añoranza para rendirle homenaje. Se dice que desde el instante en que venimos al mundo comenzamos a envejecer hasta morir. Hoy, la ausencia de este ser humano sin vinculo consanguíneo en mi vida, me entristece y envejece hasta morir un poco más con él. Seguiré sumergido en sus palabras, su música, su voz que reconforta mi alma.

miércoles, 21 de enero de 2015

ENSOÑACION

    EL ENCUENTRO

Nunca nadie me preguntó como la conocí.
Hubiera sido agradable que mis labios retomasen las palabras que solo mi alma rememora de forma recurrente como un impulso irresistible, por este motivo me dispongo a plasmar en estas líneas su recuerdo, que reconfortan a este anciano que conoció su amor, por que temo que el implacable Alzheimer terminara con mi yo, pero no con su recuerdo
 
Añoraba viajar en tren, pero no en los veloces actuales, más bien en aquellos de monótono traqueteo metálico y lento rodar, aquellos que parecen detener el espacio-tiempo, e invitaban a abstraer los pensamientos y percibir aromas inesperados.
 Quería huir de la absorbente velocidad de hiperespacio en que vivimos, esa que agota el espíritu sintiendo que llegamos a lo que nunca alcanzamos. Intentaba refrenar de alguna manera, ese ímpetu por alcanzar al fantasma de lo inalcanzable, no quería detener el tiempo pero si el acontecer premeditado, deseaba ser invadido de vivencias involuntarias, y decidir hacer un viaje.  Y qué momento mejor para que la noche, al relente de su brisa junto al embrujo que la habita, que predispone a su aliada oscuridad,  y que mejor lugar que en las entrañas de un clásico tren de antaño restaurado para el disfrute de nostálgicos.
Y allí me encontraba, en el interior del Transcantábrico, ferrocarril en ruta entre la otoñal y húmeda Luarca,  y nuestro ilustre Santander, en aquel departamento, solo, observando los acolchados bancos de terciopelo granate envejecidos por él tiempo.  Cerré la puerta corredera tras mis talones provocando el aislamiento, de extraños ruidos, de pasos que invadían un pasillo transitado de encuentros,  roces inesperados no siempre carentes de compromiso. De hecho evité el andén, preferí encontrar aquel departamento recorriendo el interior del tren, transitando sus vagones, cómplice entre la multitud, de la estrechez de sus pasillos, de la tarima crujiente, donde únicamente escusas como, ¡lo siento!, ¡perdone!, convertidas en la micro conversación intima entre dos casuales pasajeros, deseaba participar del juego, de lo imprevisible.
Cerré la hoja del ventanal superior que permitía la ventilación de aquel espacio. Quedé aislado del bullicio de gentes y megáfonos de la estación que informaban del deambular de los trenes, un instante de merecida soledad dejando libre la visual para escudriñar su interior. Me senté en aquel acogedor sofá. Enfrente, ausente de compañía, su gemelo vacío se camuflaba con la pared entelada testigo del tiempos pasados. El cenicero de plateado brillo metálico parecía esconderse junto al posa brazos bajo la ventana, anclado como un adorno testigo romántico de su perniciosa misión, lo abrí liberando el aroma a ceniza eterna de tabaco, y mis neuronas se embriagaron de recuerdos de mi pasado adictivo.
Junto al cenicero, un interruptor tornaba la amarillenta claridad en tenue luz encarnada transformando el interior de aquel espacio. Me embargaba la sensación de un viaje instantáneo a algún lugar profundo y embriagador, permanecí expectante, turbado en el interior del improvisado cabaret en que se convirtió. Me detuve en observar las cálidas tonalidades que invadieron aquella intimidad hasta que reparé en la bandeja portaequipajes superior de enfrente, junto a la puerta, una minúscula maleta cuadrada de vértices metálicos como las de antaño y sobre esta lo que parecía sin duda un delicado sombrero con una cinta laceando su copa, apenas pude reflexionar un instante si era un olvido ocasional, o si aquel espacio ya había sido invadido previamente por alguien. No tuve tiempo de reaccionar,  el hechizo fue roto por la chirriante apertura de la corredera que permitió el paso de nuevo a los ruidos del pasillo. Un instante después, nuevamente el silencio total al cerrarse, pero ya no me encontraba solo. La sinuosa silueta de reflejos encarnados se sentó bajo la maleta. Su rostro,  rosado por la luz, y de brillantes pupilas bañadas en plata fijaron en mí su mirada. Hipnotizado seguí su brazo izquierdo que extendía con delicadeza, como no queriendo perturbar mi quietud, se abría paso tras el encaje de su bocamanga, y sus dedos, asidos al fruncido de la cortinilla deslizaron ésta a lo largo de dorada varilla con rapidez, hasta ocultar el exterior. Expectante deseaba el encuentro dialectico, y no se hizo esperar, nuestras miradas se buscaban y se encontraron. Su dulce tono,  inquietante,  susurro.
-Buenas noches, por favor, ¿podría correr la cortinilla?
No lo dude, tras corresponder a su saludo, con el mismo gesto oculte definitivamente al anden el interior de aquel espacio. 
 
 
    SU RECUERDO

La enérgica apertura  de la puerta corredera me sobresalto, y una oronda chaqueta azul cruzada penetró en mi espacio , al tiempo que un rayo de sol liberado entre los visillos hacia brillar sus dorados botones, y tras ella apareció el resto del revisor. Un saludo vespertino y cordial precedió a mostrarle al revisor mi billete, no sin preguntarle al tiempo donde se encontraba el vagón restaurante, -al fondo me indico- extendiendo al tiempo su brazo en aquella dirección, con el pica-pica y mi billete taladrado aun sujeto entre sus pinzas. 
Le agradecí su gesto, al tiempo de recibir de nuevo el billete ya liberado.
Aún adormilado no intuía donde estaba, tampoco me importaba, claramente necesitaba al menos la inmersión de mi cara en agua fresca, deseaba eliminar el envoltorio somnoliento de la noche pasada, pero al cerrar el revisor la puerta de nuevo, reparé sobre el portaequipajes, ya no estaba la pequeña maleta, tampoco su sombrero.
Los recuerdos retornaron y quise saborear el furtivo encuentro de la noche pasada, recrearme en los detalles, me desplome sobre el asiento con la cabeza apoyada en el vidrio del ventanal, corrí levemente la cortinilla y perdí la mirada en el paisaje infinito. Miraba pero no veía, solo recordaba los instantes más sensuales, sus cautivadores ojos, el húmedo calor de sus labios dejándose invadir de lujuria,  el acurrucar su espalda en mi regazo y aquella lágrima recorriendo los pliegues de su mejilla hasta perderse.  No conocía su nombre, si su entrega cuando sin apenas hablar deslizo el pestillo de la puerta sentándose a mi lado, dejó reposar su cabeza en mi hombro suavemente al tiempo de un -¿me permite?- sin intención de esperar respuesta por mi parte, después solo el aroma de sus cabellos, y su mejilla sobre mí hombro. Aquella improvisada actitud paralizó cualquier respuesta. Su constante búsqueda de acomodo sugería que mi brazo sobrepasase su cabeza dándola cobijo, dejando deslizar su mejilla hasta mi pecho,  posando mi brazo sobre su costado. Su respiración y la palma de su mano extendida sobre mi pecho bajo  su mejilla dejaban que el calor de la yema de sus dedos traspasase el hueco entre los botones de mi camisa. No podía controlar el ritmo de mi corazón que iba en aumento de forma paulatina y más sabiendo que ella lo percibiría, era inevitable cuanto más trataba de refrenarlo la adrenalina reafirmaba su química reacción y enloquecía el musculo cardiaco desbocándolo. Ella volvió su rostro hacia el mío con una leve sonrisa en sus labios, con esa mirada conocida, esa que libera de ataduras nuestras dudas y da paso a la complicidad, fui acercándome lentamente a su rostro, como esperando su autorización y estando a esa distancia donde sabemos que no hay retorno, su mano rodeó mi nuca tomo la decisión y presionó obligando a mis dudas a recorrer el último tramo uniendo nuestros labios. Perdimos la noción del tiempo y del espacio, nuestros gestos interpretaron su propia danza y sacaron a la pista de baile al resto del cuerpo, mis manos embriagadas buscaron sus caderas y siguiendo su silueta penetraron en las arenas movedizas de su abdomen hasta percibir su entrega.

EL REENCUENTRO

    Un nostálgico suspiro me libero de la cautiva ensoñación, porque mi estómago dio señales de otras vitales necesidades.                 Balanceándome de un lado a otro del pasillo me encaminé al vagón restaurante oteando el paisaje que se escapaba velozmente tras los cristales, asiéndome donde podía para mantener el equilibrio.                     Antes de alcanzar el final del vagón los aseos me acogieron en su pequeño espacio, en aquel mini lavabo apenas pude refrescarme, la claustrofobia del entorno me hizo desear no haber entrado. Ya sin dudas me encamine decidido atraído por el aroma próximo del café, tan solo el vidrio de un última puerta me separaba, la traspasé y los aromas de los dulces,  mermeladas y bollería reclamaron un grito ahogado de mi estómago.
Cerré tras de mi la puerta, al tiempo que escudriñé aquel espacio buscando un lugar donde sentarme, y entonces reconocí el sombrero. Allí estaba. Su mirada baja no me impidió reconocer el perfil de sus mejillas. Un vuelco inconfundible paralizó mis pasos y no pensé, me acerque dispuesto a saludarla, con intención de hacerle partícipe de mi presencia, pero él se me adelantó, apareció por la puerta del fondo del vagón.
Traje impecable, bien encajado en un hombre de no más de cuarenta,  se aproximó a su mesa,  se agacho acercando sus labios a su  mejilla con evidente intención. Ella retiró la cara, pero el avanzó persistente, tuvo que ceder, luego de nuevo agacho la cara escondiendo el rostro bajo el leve vuelo del sombrero. Él se sentó a su lado. Mis oídos percibieron una melodía melancólica, acorde con la escena, aquella me hizo abstraerme de cualquier ruido ambiente, como si todos los sentidos cedieran su capacidad al único que podía obtener resultados, el oido, que inundado por la música de fondo del local, -concretamente lo que parecía ser un violín lamentando su desdicha-, me acompaño mientras me aproximaba a su mesa, ahora más decidido.
    Mis pies se detuvieron a escasos centímetros, esperaba ser por una parte descubierto por su mirada, pero al mismo tiempo me debatía entre la duda de ignorar la situación, justo en el preciso instante en que el inconsciente se decide, su -¡hola!- decidió por mí.
-Hola -le respondí- aunque ahora eran ambos rostros quienes me dirigían su mirada, el inquisitivo rostro de su acompañante, esperaba una explicación. Ella se adelantó.
-Hola Ernesto
 Acababa de ser rebautizado sin conocer el motivo, esto me obligaba a recordar ese nombre, intentar olvidar por un instante el anterior, tal vez era una premonición de mi nueva vida.
-Te presento a Roberto mí prometido.  Roberto, él es Ernesto, antiguo compañero de la universidad. No sé qué me perturbo más, el conocer la condición de su acompañante o la adjudicación a mí persona de una licenciatura sin pasar por la universidad. Tras el apretón de manos del tal Roberto, -a propósito bastante intenso- una batería de preguntas de este me obligaron a reinventarme de forma inmediata, pero en la medida que contestaba con fluidez apareció ante mí el verdadero Ernesto, estaba reubicando mi espíritu sobre aquel nombre ficticio, le estaba enriqueciendo con una vida tal vez soñada que trataba no darle alas no sea que la poca consistencia y veracidad me indujera a contradicciones. No sé por qué entre en el juego, era como si de repente entras en un túnel de una atracción de feria con luces distorsionadas, empujado por aconteceres inesperados a sabiendas de que nada perjudicial podría ocurrir porque la luz al final del túnel te liberaría de la pesadilla.
-¿Cómo conociste a Daniela?
Por fin conocía su nombre, era la pieza que faltaba para poder unir ambos mundos el que tuve que inventar para mí como licenciado en Filosofía, y el suyo, Daniela. Pero como inventar algo que ya sentía como real por los acontecimientos acaecidos la pasada noche. Necesitaba de inmediato la luz al final del túnel,  y sucedió.
  -Perdón señor ¿le sirvo en esta mesa?
El metre me salvó de aquel aprieto, sugerí que de ninguna manera quería entorpecer la privacidad de la pareja y aunque Roberto insistió, reiteré mi intención y disculpándome me despedí con intención de seguir la conversación en otro momento. Con un apretón de manos y una leve inclinación dirigiendo la mirada me despedí de Daniela. Sus ojos vidriosos y una sonrisa dibujada en la comisura de sus labios también se despedían.
            Elegí otra mesa del vagón restaurante, una que me permitiera alinear nuestras cómplices miradas. Desde allí presencie más tardes por última vez su silueta al dejar el vagón  restaurante. Esa última imagen me atormentaría durante largo tiempo.
Minutos después, recostado sobre la orejera del sillón lentamente me adormilaba con el traqueteo del cambio de vías, respirando el aire templado por el calor del sol de la tarde sobre las cortinas que le impedían penetrar,  únicamente un rayo atrevido atravesó como cuchilla el espacio donde las motas de polvo flotaban alimentándose de su luz.
En estado de duermevela me encontraba, cuando unos enérgicos golpes en la puerta precedieron a dar paso a la figura que menos esperada, Roberto.
. Tras sus buenas tardes, solicito permiso para sentarse, su semblante no me daba a entender que albergara sobre mi ningún reproche, si un hondo pesar. Cabizbajo alargo su brazo con intención de ofrecerme un sobre, que tímidamente tome.
            -Este sobre es para usted, me lo entregó Daniela tras abandonar el tren en la estación que acabamos de dejar. Sé que su nombre no es Ernesto, -no se moleste, no quiero saberlo-, y que fue una farsa lo acontecido en el vagón restaurante. No le reprocho nada, no siento deseos de conocerle, ni nada más deseo hablar con usted, únicamente quería ser el emisario de su carta.
Sostuve aquel sobre con pudor y temor, espere un momento y, lo abrí mientras Roberto abandonaba el departamento, reprimiendo su congoja, sin más palabras.
                - Querido amigo, o al menos así lo estimo
No deseo causarle con mi actitud ningún dolor ni daño. Más dolor siento yo al pensar, que su recuerdo sobre mi únicamente se base en mi inexcusable y extraña actitud para con usted,  pero que en absoluto responde mi habitual conducta. Aunque entendería lo contrario, por lo que espero que estas palabras subsanen en la medida de lo posible las dudas que albergara. Todo para con usted fue sincero por mi parte, aunque sin duda es ineludible por mí parte una explicación, pero como comprenderá sobran las palabras si atendió al encuentro con mi prometido en el vagón restaurante, lo siento.
A veces creemos sentir  amor cuando es en realidad una sombra de tal esencial sentimiento, es lo que sentía por Roberto. Realizábamos este viaje como reafirmación de nuestro compromiso, pero apenas comenzado no pude seguir y decidí abandonarle, refugiarme en otro departamento hasta apearme en la próxima estación, el primero que encontré vacío, sin saber que allí, su ocupante, al mirarle, aún sin conocer siquiera su nombre, me invadió un inexplicable sentimiento de que estaba en casa. Pasada esa noche en su compañía en vez de huir decidí retornar y despedirme para siempre de Roberto, cuando usted nos sorprendió en el restaurante. En lo más íntimo albergo la esperanza de que algún sentimiento similar anidara en usted, pero prefiero que el tiempo sea cómplice, o no,  de nuestro destino. De serme concedido tal deseo, el próximo año en esta misma fecha, en ese mismo departamento, espero encontrarle, y así podrá decirme su nombre. Si fuese ese también su deseo, sabrá reconocer si estoy, y donde encontrarme.
No me olvide, yo no podré.
Daniela
 
      EL DIA

La felicidad para mí siempre fue un estado de ánimo ficticio, un estado que se alimenta de ficticias ensoñaciones, y soy propenso a mecerme en sus fluidos. Este estado amamantó toda mi existencia, me sentía seguro, hasta que la conocí. Por eso sin equipaje me disponía a dejar de ensoñarla, para vivirla. Por fin llegó el momento.
Día tras día en todo este tiempo, Daniela se convirtió en el pasajero habitual de mi memoria. Como un joven adolescente excitado por vivir su primera experiencia  transité el interior de aquel tren de antaño hasta encontrar el departamento rememorado hasta la extenuación.
No me atrevía abrir la puerta, pero mi mano tomo la iniciativa y de un impulso quedó a la vista el interior, vacío, idéntico a como lo recordaba, cerré la corredera tras mis talones y me encaminé a la ventana abierta, esta vez la lluvia primaveral humedecía los cantos que abrazaban las vías haciéndola brillar, mis pupilas quedaron atrapadas, el olor a óxido húmedo acompaño mi recuerdos mientras me deje deslizar hasta sentarme en el sillón. Con pesar por su ausencia, reconocí lentamente con la mirada, -como entonces-,  el entorno y de repente en la misma esquina sobre el porta equipajes, su minúscula maleta cuadrada de vértices metálicos como las de antaño. No albergue dudas, sin apenas sentir el balanceo del vagón dirigí mis pasos hacia donde ella dijo que sabría encontrarla. Ya percibía el olor del café, de los dulces. Llegue a la puerta, me paré, creí verla a través del cristal serigrafiado, -¿y si no es ella? pensé-. Con un nudo en el estómago, y un vuelco en el corazón,  de nuevo mi mano tomó la iniciativa y deslizó lentamente la corredera.
    Todavía hoy me siento, su Ernesto, -para ella siempre lo seré-, confesare que en aquel momento ya me consideraba un romántico vocacional, sensible hasta la lágrima,  ni que decir que estas virtudes –o defectos- se me acentúan con la edad y con semejante maridaje creo,  involucionar en lo referente al futuro de mi especie. Pero en este estado deseo apagarme, entregarme al otro lado para volverla a ver.
     Fuimos muy felices, por eso cada año en estas mismas fechas me llevo su recuerdo, su minúscula maleta, la deposito en el mismo lugar donde primeramente la encontré, y permanezco allí en el mismo departamento, encerrado, porque creo que si no dejo de mirarla, mantendré viva su memoria hasta que ella venga a buscarme porque desde que Daniela me falta, este dolor espera la muerte como un bálsamo.
 
Fin

sábado, 31 de mayo de 2014

Abrázame


        Nunca antes desvelé mis sentimientos. Tampoco pensé que el futuro caminaría de espaldas hasta alcanzar inexorablemente mi presente.
En aquel entonces era –y aun lo soy- un clásico, pero su juego íntimo me sedujo. Día tras día fui absorbido por los titilantes caracteres sobre el blanco fondo de la pantalla de aquel sitio, uno de tantos espacios virtuales donde la oferta y demanda anónima de afecto era posible, sin concesiones, sin obligaciones ni compromisos.
    Pero a ella, desde el primer instante no la pude ignorar. Léxico complicado, a veces incomprensible, pero siempre seductor. Cada comentario, requería instintivamente una respuesta, deseaba cautivarla, no aburrirla, pero sin querer un día desvelé mi precaria situación en eso del amor. No sabría decir cuándo comenzó ese punto sin retorno, abandonamos la simple curiosidad convirtiéndola en obsesiva dependencia.
Precavido al comienzo, o más bien con absurda timidez, adopté una actitud defensiva. Prefería tocar temas frívolos, triviales en definitiva sentí que la perdía,  demoraba su respuesta, otras veces un adiós recurrente. Opté entonces por la íntima beligerancia evitando ser grosero, la premura en su respuesta era entonces intensa, apasionada.
        Pero aquella noche fue vertiginosa, podía oír con cada pulsación del teclado su latido, parecía incluso no poder dominar la percusión de mis yemas contra las teclas, como una caricia lasciva penetrando en su secreto. Sentí pánico al bailar su sintonía, y forcé la salida o, mas bien, la huida. La conversación se tornó unidireccional, me limitaba a  observar sus comentarios. Entonces, el baile de su teclado vomitó un léxico incierto. La tipografía cambió, se tiñó de rojo, las mayúsculas no eran respetadas, los dígitos se mezclaban con las palabras. Signos de admiración de diferentes tamaños y formas se enfatizaban en párrafos completos. Pasé días convenciéndome de haber hecho lo correcto al silenciarme, era una estupidez la experiencia, debía apostar por seguir siendo clásico.
Hasta aquella noche.
        Un sonido agudo e intermitente en lejanía penetro en mis tímpanos, al tiempo que abría los ojos atenazado sobre la cama. Agudicé los sentidos intentando localizar su procedencia, y entumecido por la tensión forcé la situación incorporándome sin encender la luz, posé los pies descalzos en el frío suelo y me trasladé de un lugar a otro de la habitación  pegando el oído a la inerte pared, armarios, radiadores de frío metal, donde el goteo hueco de su interior siquiera se parecía. Entonces percibí aquello bajo mis pies que súbitamente me hizo resbalar hasta encontrar el suelo, intentaba incorporarme apoyándome sobre mis manos y resbale quedando impregnado en algo denso y húmedo.
Empapado en aquella húmeda calidez, alcancé el cordón de la lámpara de la mesilla, y un fogonazo carmesí inundo el espacio. Desaparecida la sensación de ceguera reconocí mis manos y piernas hasta los pies empapados de aquel viscoso líquido que imaginé sangre, hasta que mi pituitaria detectó ese intenso olor a pintura.
        El suelo de la habitación convertido en un lago rojo crecía y crecía hasta perderse bajo la cama. Busque la dirección contraria al avance de aquella lengua informe, alcance la puerta del estudio tras aquel intenso olor asentado en mi paladar provocándome nauseas y sensación de vértigo. Me flaqueaban las rodillas mientras observaba perplejo las marcas que mis manos dejaban en la pared al apoyarme, pero parecían huellas de pisadas. Como en una visión surrealista, sentí hundirme en un abismo, alejándome en un túnel infinito hasta impactar violentamente de espaldas contra la puerta, tanteando giré el pomo tras secarme las palmas de las manos con firmeza en el calzoncillo, y traspasé la puerta abandonando el dormitorio. Cerré tras de mí, pero seguía escuchando -ahora con mayor intensidad-, el sonido repetitivo y agudo sin atreverme a encender la luz. En la oscuridad del estudio, solo la mesa era parcialmente iluminada por la pantalla del ordenador encendida. Me aproximé a la mesa hipnotizado por el resplandor arrastrando los pies para evitar resbalar. Aquel líquido escapaba bajo mis pies mientras el agudo sonido aumenta. A un par de metros distinguí  en el monitor una línea roja, que se trazaba de izquierda a derecha, sin parar saturando los píxeles de las diecisiete pulgadas, y de nuevo vuelta a empezar.
    A menos de un palmo, en penumbra sobre el teclado, el libro que había estado leyendo la noche antes pisaba la barra espaciadora, liberé la tecla cesando al instante el sonido, mientras el signo de interrogación en rojo, seguía clonándose en la pantalla de forma interminable.
    Un instintivo escalofrío me hizo arrancar el cordón umbilical entre ordenador y monitor y aquel que unía la computadora con aquel negro parpadeante de ojos diminutos con antenas que me permitía navegar por la red. Seguí el cable hasta localizar la clavija en la pared, viendo qué desde allí, del interior de la conexión, era de donde manaba lentamente aquel líquido deslizándose por la pared. Tiré del cable hasta desconectarla haciéndose el silencio, también la oscuridad se apoderó del espacio, todo quedó suspendido en un extraño vacío durante segundos interminables. Aquella tensa situación no hizo más que agudizar al máximo mis sentidos, tanto que un leve ruido irreconocible me sobresaltó. El simple acto reflejo al girar en aquella dirección hizo de nuevo que un segundo después, me encontrase en tendido supino al estrellarme esta vez con dolor, sobre el suelo.

    Súbitamente desperté sobresaltado sobre la cama, sudoroso, helado, con las retinas fijas en el lienzo blanco del techo, me incorporé, ningún líquido rojo, ningún sonido salvo el producido por el sordo ritmo cardiaco de mí pecho que se reflejaba en mis sienes.
                                                                ***


    A la tarde al regresar de la oficina, el mismo entorno de la noche antes, nada era diferente, la cama desecha, los vaqueros del día anterior por el suelo, las toallas sobre el bidé y cómo no, los frascos de dentífrico y colonia abiertos, lo habitual.
Aquel panorama estimuló mi vejiga, -ayudado tal vez por la interminable caravana de tráfico- me dirigí al baño y sin levantar la tapa del inodoro, me deje relajar por aquel acuático sonido.
        Agotado de la noche pasada, con movimientos autómatas mis pasos dirigieron mi cuerpo al estudio, junto al ordenador. Aquella mañana tras la pesadilla, dormido y  sin ducharme al despertar me precipite a la jauría callejera sin imaginar lo que ahora contemplaba. El teclado desconectado, el router apagado y la clavija de conexión en el suelo. No entendía nada, pero tampoco tenia ganas de pensar, conecte el ordenador, lo encendí y… ¡Sorpresa! inmediatamente apareció aquel tapiz de interrogantes rojos en pantalla, como en el sueño.  Salvo una diferencia, al final, en la parte inferior de la pantalla, en la última línea, una frase concluía el párrafo.
¿Ya no quieres hablar conmigo?
        Me desplome en la silla, reconecté los cables y me conecte al Chat, y allí estaba. Intente tranquilizarme, ponerme en situación tratando de encajar el recuerdo de la pesadilla de la noche pasada.
        Tras un tímido ¡hola!, esperé. Recordaba su última e incoherente conversación, temía lo peor, pero parecía que solo pretendía continuar donde lo dejamos. Poco a poco entramos en el calor del teclado, me deje embaucar, me encontré mecido por sus palabras, las horas pasaron como minutos y la noche se apoderó de nosotros en una dialéctica más que comprometida. Ambos nos vaciamos, los sentimientos y sensaciones afloraron sin dar tregua a la razón. Tras semanas de charla, aquello ya no era ningún juego, sus secretos me comprometían y la consecuencia, inevitable. Si nos veíamos, era decisión mía. Necesitaba conocer a Nagámani.

                                                                    ***


        Apenas crucé el umbral de aquel portal impregnado en olores de antaño, gire sobre mis hombros, quería conservar la imagen de aquel momento, como cuando percibes el fin de algo inevitable o, el principio de algo deseado. Descendí aquellos peldaños de mármol resquebrajados, como olvidados por cientos de pasos que  conservaban el frescor de aquel portal de agrietados techos inalcanzables.
    Dos efigies de arcángeles de escayola, parecían descolgarse de ambos lados para susurrarme secretos al oído. Un constante escalofrío era el resultado al adentrarme en la penumbra tras el ascensor,  donde dijo hallarse su puerta, sin número. Solo una P y una R  bocabajo dejaban intuir los restos de lo que una vez fue la portería.
    “Golpea con la mano tres veces, el timbre no funciona”. -me había dicho-
Tras el eco que dejaron mis nudillos en la carcomida y mohosa madera, una lejana voz parecía decir. ¡Pasa! No sé, pero escuchar aquel vocablo, pareció ejercer sobre mí una sutil confianza que elimino dudas.
        La oscuridad aparente no era fruto de falta de iluminación, sino por el mugriento  entelado de paredes y techos. Todo el entorno parecía estar cambiando la piel, la tarima envejecida parecía quejarse a cada paso como los huesos de un anciano que se incorpora. Por más despacio que pisaba más crujía, como sí alterase  un orden arcaico establecido.
        ¿Ernesto? – El eco de su voz al pronunciar mi nombre se ampliaba a través de aquel corredor sembrado de candelabros sin vida. No solo la falta de iluminación daba carácter al lugar, según avanzaba un olor a pinturas y barnices me resultó familiar. Gire al fondo de aquel pasillo donde otro largo corredor estaba preñado a ambos lados de lienzos de todos los tamaños, embadurnados con singular pintura difícilmente reconocibles, apoyados en el suelo, recostados contra el muro. Pero no solo los aceites abarcaban los límites de aquellos lienzos, extrañas huellas de pies descalzos sembraban las tablas del suelo creando una pintura multicolor a lo largo de aquel túnel en penumbra. Con la angustia atenazando mi estómago seguí su rastro, pero descalzo, no quería desfigurar aquel collage improvisado. No me atrevía a vociferar su nombre, pero sentía cada vez más cercana su proximidad.
         Rebase a  mi izquierda una dependencia, pequeña, con aspecto similar al resto, pero más acogedora. Algunas de sus pinturas – enmarcadas en la pared-, y fotografías de una adolescente, junto con otros niños todos con su mismo aspecto.     Detrás, unas manos sobre sus hombros, con rostros sonrientes, seguramente aquellos padres adoptivos de los que me habló, y junto a estos una monjita y lo que parecía un doctor.         Los reconocí sin haberlos visto nunca, me hablo tanto de ellos, de cuando aparecieron en aquel campamento de refugiados, les era indiferente, cualquier niño les valía, pero se decidieron por Nagamani.
    Detuve la vista en aquel recorte de prensa sujeto con chinchetas. La noticia se hacia eco del triste suceso, un falso juguete bomba marcó el resto de su vida. Pocos años mas tarde un accidente de coche renovó su orfandad.
    Su único contacto externo, estaba sobre una mesa de ennegrecido barniz agrietado por el tiempo, su ordenador, y su micrófono, aquel que se convirtió en nuestro particular cruce de destinos, a pesar de los problemas que ocasionaba aquel programa adaptado para discapacitados, donde en cualquier momento, podía convertirse en la torre de Babel para interpretar su voz, la misma que de nuevo me reclamaba. Sin duda las pesadillas que invadían mis noches eran consecuencia de tantas horas descritas por su voz en aquel entorno.
        Al final del largo corredor, una puerta entreabierta dejaba escapar la luz como afilado cuchillo seccionando el pasillo, donde las moléculas de polvo danzaban en suspensión. Agarré su picaporte y empuje con cuidado, pero de nada sirvió, las enormes bisagras de la desvencijada puerta chirriaron todas a la vez.
¿Ernesto?
        Si Nagámani, soy yo. De algún lugar oculto tras rebasar la puerta provenía su voz. El resplandor de la claraboya de un patio interior que mantenía aquel lugar con vida, dejaba pasar el poder del astro cegándome, obligándome a mirar hacia el suelo como reverenciándole, lo que me permitió ver una especie de diminuto caballete apoyado contra la pared donde a no mas de un palmo sobre el suelo, apoyado, un inmaculado lienzo se encontraba en proceso creativo.
        Al pie de este, otros pies, pequeños, sensualmente desnudos se debatían literalmente bañados en aceites multicolores. El dedo pulgar e índice del píe izquierdo, hábilmente, parecía sujetar el lienzo. El derecho, mezclaba con habilidad sobre el negro suelo, dispuesto como paleta de pintor, los óleos hasta conseguir el tono deseado. Así comenzaba el baile sobre el lienzo donde el dedo pulgar derecho, tenía el cometido de dar carácter a aquellos trazos mas definidos, reservando el resto para interpretar su peculiar danza allí donde se hiciese necesario que los colores cubrieran una extensión mas imprecisa. En silencio observé sus pies chapoteando sobre la improvisada paleta multicolor, seguí la extremidad regocijando mi vista en la prolongación de las desnudas pantorrillas hasta más allá de aquella rodilla, donde la negra sombra proyectada por el quicio del ventanal diluía la esperanza de descubrir a Nagámani.
Intente situarme en una posición menos forzada para encararme con ella, pero su voz me detuvo, -aguarda un momento- me dijo. Aquella voz, su voz, el sonido de sus palabras parecía cubrirse de piel intentando persuadirme.
        Lentamente su contorno abandonó la penumbra arrastrando su silueta buscando el contraluz. Nagámani apareció frente a mí, esperando mi reacción. Aquellos profundos ojos reflejaban la húmeda tristeza, -o alegría tal vez-, al tiempo de mirarnos con fijeza un instante interminable, sin palabras. Una mueca de sonrisa entonces arqueo sus labios al mirar mis pies descalzos. A su rostro devolví la sonrisa mientras observaba su delgado cuerpo en el interior de un pantalón de peto salpicado de pintura sobre una camiseta de color indefinido, cuyas dos flácidas mangas cortas sobre sus costados ocupaban el lugar donde deberían asomar sus brazos. Recordé en aquel instante su sueño, aquel que me describió tantas veces, la imagen de dos manos pendulares de una pareja buscando rozarse durante los largos paseos en el parque, hasta que cálidas y deseadas se encuentran y entrelazan.
    En ese segundo de reflexión ante su fragilidad percibí mucho más intenso aquel olor a pintura. Sin darme cuenta estaba tan cerca de su rostro, de sus labios, que su contorno inundaba todo el espacio.
    
Para abrazarte he venido, -le dije-.
Fueron las únicas palabras que precedieron a lacear mis brazos sobre su espalda presionando su pecho contra el mío. Me pareció oírla sollozar, también yo lo hice al sentir entonces el vacío, la ausencia de sus brazos rodeando mi cuerpo. El dolor del abrazo no correspondido.
    Todavía hoy nos observamos sin palabras y aún sin ellas nos abrazamos.
Alguna vez recostada su espalda contra mi pecho extiendo mis brazos como si de los suyos se tratase, los guía y dice sentir que fuesen suyas aquellas manos que tanto desean cada día que acaricien su cuerpo. A veces, besándonos, llego a sentir tras mi nuca el calor de las yemas de sus dedos. 
    Si a ella le basta, a mí me sobra con sentir latir su pecho.