EL ENCUENTRO
Nunca nadie me
preguntó como la conocí.
Hubiera sido agradable que mis labios retomasen las palabras que solo mi alma rememora de forma recurrente como un impulso irresistible, por este motivo me dispongo a plasmar en estas líneas su recuerdo, que reconfortan a este anciano que conoció su amor, por que temo que el implacable Alzheimer terminara con mi yo, pero no con su recuerdo
Hubiera sido agradable que mis labios retomasen las palabras que solo mi alma rememora de forma recurrente como un impulso irresistible, por este motivo me dispongo a plasmar en estas líneas su recuerdo, que reconfortan a este anciano que conoció su amor, por que temo que el implacable Alzheimer terminara con mi yo, pero no con su recuerdo
Añoraba viajar
en tren, pero no en los veloces actuales, más bien en aquellos de monótono
traqueteo metálico y lento rodar, aquellos que parecen detener el espacio-tiempo, e
invitaban a abstraer los pensamientos y percibir aromas inesperados.
Quería
huir de la absorbente velocidad de hiperespacio en que vivimos, esa que agota
el espíritu sintiendo que llegamos a lo que nunca alcanzamos. Intentaba
refrenar de alguna manera, ese ímpetu por alcanzar al fantasma de lo
inalcanzable, no quería detener el tiempo pero si el acontecer premeditado,
deseaba ser invadido de vivencias involuntarias, y decidir hacer un viaje. Y qué momento mejor para que la noche, al
relente de su brisa junto al embrujo que la habita, que predispone a su aliada
oscuridad, y que mejor lugar que en las
entrañas de un clásico tren de antaño restaurado para el disfrute de
nostálgicos.
Y allí me
encontraba, en el interior del Transcantábrico, ferrocarril en ruta entre la
otoñal y húmeda Luarca, y nuestro
ilustre Santander, en aquel departamento, solo, observando los acolchados bancos
de terciopelo granate envejecidos por él tiempo. Cerré la puerta corredera tras mis talones provocando
el aislamiento, de extraños ruidos, de pasos que invadían un pasillo transitado
de encuentros, roces inesperados no siempre
carentes de compromiso. De hecho evité el andén, preferí encontrar aquel
departamento recorriendo el interior del tren, transitando sus vagones, cómplice
entre la multitud, de la estrechez de sus pasillos, de la tarima crujiente,
donde únicamente escusas como, ¡lo siento!, ¡perdone!, convertidas en la micro
conversación intima entre dos casuales pasajeros, deseaba participar del juego,
de lo imprevisible.
Cerré la hoja
del ventanal superior que permitía la ventilación de aquel espacio. Quedé
aislado del bullicio de gentes y megáfonos de la estación que informaban del
deambular de los trenes, un instante de merecida soledad dejando libre la
visual para escudriñar su interior. Me senté en aquel acogedor sofá. Enfrente, ausente de compañía, su
gemelo vacío se camuflaba con la pared entelada testigo del tiempos pasados. El
cenicero de plateado brillo metálico parecía esconderse junto al posa brazos
bajo la ventana, anclado como un adorno testigo romántico de su perniciosa
misión, lo abrí liberando el aroma a ceniza eterna de tabaco, y mis neuronas se
embriagaron de recuerdos de mi pasado adictivo.
Junto al cenicero,
un interruptor tornaba la amarillenta claridad en tenue luz encarnada transformando
el interior de aquel espacio. Me embargaba la sensación de un viaje instantáneo
a algún lugar profundo y embriagador, permanecí expectante, turbado en el
interior del improvisado cabaret en que se convirtió. Me detuve en observar las
cálidas tonalidades que invadieron aquella intimidad hasta que reparé en la
bandeja portaequipajes superior de enfrente, junto a la puerta, una minúscula
maleta cuadrada de vértices metálicos como las de antaño y sobre esta lo que
parecía sin duda un delicado sombrero con una cinta laceando su copa, apenas
pude reflexionar un instante si era un olvido ocasional, o si aquel espacio ya había
sido invadido previamente por alguien. No tuve tiempo de reaccionar, el hechizo fue roto por la chirriante
apertura de la corredera que permitió el paso de nuevo a los ruidos del pasillo.
Un instante después, nuevamente el silencio total al cerrarse, pero ya no me
encontraba solo. La sinuosa silueta de reflejos encarnados se sentó bajo la
maleta. Su rostro, rosado por la luz, y de
brillantes pupilas bañadas en plata fijaron en mí su mirada. Hipnotizado seguí
su brazo izquierdo que extendía con delicadeza, como no queriendo perturbar mi
quietud, se abría paso tras el encaje de su bocamanga, y sus dedos, asidos al
fruncido de la cortinilla deslizaron ésta a lo largo de dorada varilla con rapidez,
hasta ocultar el exterior. Expectante deseaba el encuentro dialectico, y no se
hizo esperar, nuestras miradas se buscaban y se encontraron. Su dulce tono, inquietante, susurro.
-Buenas
noches, por favor, ¿podría correr la cortinilla?
No lo dude, tras corresponder a su saludo, con el mismo gesto oculte definitivamente al anden el interior de aquel espacio.
SU RECUERDO
Le agradecí su gesto, al tiempo de recibir de nuevo el billete ya liberado.
Aún adormilado no intuía donde estaba, tampoco me importaba, claramente necesitaba al menos la inmersión de mi cara en agua fresca, deseaba eliminar el envoltorio somnoliento de la noche pasada, pero al cerrar el revisor la puerta de nuevo, reparé sobre el portaequipajes, ya no estaba la pequeña maleta, tampoco su sombrero.
Aún adormilado no intuía donde estaba, tampoco me importaba, claramente necesitaba al menos la inmersión de mi cara en agua fresca, deseaba eliminar el envoltorio somnoliento de la noche pasada, pero al cerrar el revisor la puerta de nuevo, reparé sobre el portaequipajes, ya no estaba la pequeña maleta, tampoco su sombrero.
Los recuerdos
retornaron y quise saborear el furtivo encuentro de la noche pasada, recrearme
en los detalles, me desplome sobre el asiento con la cabeza apoyada en el
vidrio del ventanal, corrí levemente la cortinilla y perdí la mirada en el
paisaje infinito. Miraba pero no veía, solo recordaba los instantes más
sensuales, sus cautivadores ojos, el húmedo calor de sus labios dejándose
invadir de lujuria, el acurrucar su
espalda en mi regazo y aquella lágrima recorriendo los pliegues de su mejilla
hasta perderse. No conocía su nombre, si
su entrega cuando sin apenas hablar deslizo el pestillo de la puerta sentándose
a mi lado, dejó reposar su cabeza en mi hombro suavemente al tiempo de un -¿me
permite?- sin intención de esperar respuesta por mi parte, después solo el
aroma de sus cabellos, y su mejilla sobre mí hombro. Aquella improvisada actitud
paralizó cualquier respuesta. Su constante búsqueda de acomodo sugería que mi
brazo sobrepasase su cabeza dándola cobijo, dejando deslizar su mejilla hasta
mi pecho, posando mi brazo sobre su
costado. Su respiración y la palma de su mano extendida sobre mi pecho bajo su mejilla dejaban que el calor de la yema de
sus dedos traspasase el hueco entre los botones de mi camisa. No podía
controlar el ritmo de mi corazón que iba en aumento de forma paulatina y más
sabiendo que ella lo percibiría, era inevitable cuanto más trataba de refrenarlo
la adrenalina reafirmaba su química reacción y enloquecía el musculo cardiaco desbocándolo.
Ella volvió su rostro hacia el mío con una leve sonrisa en sus labios, con esa
mirada conocida, esa que libera de ataduras nuestras dudas y da paso a la
complicidad, fui acercándome lentamente a su rostro, como esperando su
autorización y estando a esa distancia donde sabemos que no hay retorno, su
mano rodeó mi nuca tomo la decisión y presionó obligando a mis dudas a recorrer
el último tramo uniendo nuestros labios. Perdimos la noción del tiempo y del
espacio, nuestros gestos interpretaron su propia danza y sacaron a la pista de
baile al resto del cuerpo, mis manos embriagadas buscaron sus caderas y
siguiendo su silueta penetraron en las arenas movedizas de su abdomen hasta percibir
su entrega.
EL REENCUENTRO
Daniela EL DIA
Un nostálgico suspiro me libero
de la cautiva ensoñación, porque mi estómago dio señales de otras vitales
necesidades. Balanceándome de un lado a otro del pasillo me encaminé al vagón
restaurante oteando el paisaje que se escapaba velozmente tras los cristales,
asiéndome donde podía para mantener el equilibrio. Antes de alcanzar el final
del vagón los aseos me acogieron en su pequeño espacio, en aquel mini lavabo
apenas pude refrescarme, la claustrofobia del entorno me hizo desear no haber
entrado. Ya sin dudas me encamine decidido atraído por el aroma próximo del
café, tan solo el vidrio de un última puerta me separaba, la traspasé y los
aromas de los dulces, mermeladas y
bollería reclamaron un grito ahogado de mi estómago.
Cerré tras de mi la puerta, al
tiempo que escudriñé aquel espacio buscando un lugar donde sentarme, y entonces
reconocí el sombrero. Allí estaba. Su mirada baja no me impidió reconocer el
perfil de sus mejillas. Un vuelco inconfundible paralizó mis pasos y no pensé, me
acerque dispuesto a saludarla, con intención de hacerle partícipe de mi
presencia, pero él se me adelantó, apareció por la puerta del fondo del vagón.
Traje impecable,
bien encajado en un hombre de no más de cuarenta, se aproximó a su mesa, se agacho acercando sus labios a su mejilla con evidente intención. Ella retiró
la cara, pero el avanzó persistente, tuvo que ceder, luego de nuevo agacho la
cara escondiendo el rostro bajo el leve vuelo del sombrero. Él se sentó a su
lado. Mis oídos percibieron una melodía melancólica, acorde con la escena,
aquella me hizo abstraerme de cualquier ruido ambiente, como si todos los
sentidos cedieran su capacidad al único que podía obtener resultados, el oido, que inundado por la música de fondo del local, -concretamente lo que parecía ser un
violín lamentando su desdicha-, me acompaño mientras me aproximaba a su mesa, ahora
más decidido.
Mis pies se detuvieron a escasos centímetros, esperaba ser por una parte descubierto por su mirada, pero al mismo tiempo me debatía entre la duda de ignorar la situación, justo en el preciso instante en que el inconsciente se decide, su -¡hola!- decidió por mí.
Mis pies se detuvieron a escasos centímetros, esperaba ser por una parte descubierto por su mirada, pero al mismo tiempo me debatía entre la duda de ignorar la situación, justo en el preciso instante en que el inconsciente se decide, su -¡hola!- decidió por mí.
-Hola -le respondí- aunque ahora
eran ambos rostros quienes me dirigían su mirada, el inquisitivo rostro de su
acompañante, esperaba una explicación. Ella se adelantó.
-Hola Ernesto
Acababa de ser rebautizado sin conocer el
motivo, esto me obligaba a recordar ese nombre, intentar olvidar por un
instante el anterior, tal vez era una premonición de mi nueva vida.
-Te presento a
Roberto mí prometido. Roberto, él es
Ernesto, antiguo compañero de la universidad. No sé qué me perturbo más, el
conocer la condición de su acompañante o la adjudicación a mí persona de una
licenciatura sin pasar por la universidad. Tras el apretón de manos del tal
Roberto, -a propósito bastante intenso- una batería de preguntas de este me
obligaron a reinventarme de forma inmediata, pero en la medida que contestaba
con fluidez apareció ante mí el verdadero Ernesto, estaba reubicando mi
espíritu sobre aquel nombre ficticio, le estaba enriqueciendo con una vida tal
vez soñada que trataba no darle alas no sea que la poca consistencia y
veracidad me indujera a contradicciones. No sé por qué entre en el juego, era
como si de repente entras en un túnel de una atracción de feria con luces
distorsionadas, empujado por aconteceres inesperados a sabiendas de que nada
perjudicial podría ocurrir porque la luz al final del túnel te liberaría de la
pesadilla.
-¿Cómo
conociste a Daniela?
Por fin conocía su nombre, era la
pieza que faltaba para poder unir ambos mundos el que tuve que inventar para mí
como licenciado en Filosofía, y el suyo, Daniela. Pero como inventar algo que
ya sentía como real por los acontecimientos acaecidos la pasada noche.
Necesitaba de inmediato la luz al final del túnel, y sucedió.
-Perdón
señor ¿le sirvo en esta mesa?
El metre me salvó de aquel
aprieto, sugerí que de ninguna manera quería entorpecer la privacidad de la
pareja y aunque Roberto insistió, reiteré mi intención y disculpándome me
despedí con intención de seguir la conversación en otro momento. Con un apretón
de manos y una leve inclinación dirigiendo la mirada me despedí de Daniela. Sus
ojos vidriosos y una sonrisa dibujada en la comisura de sus labios también se despedían.
Elegí
otra mesa del vagón restaurante, una que me permitiera alinear nuestras
cómplices miradas. Desde allí presencie más tardes por última vez su silueta al
dejar el vagón restaurante. Esa última
imagen me atormentaría durante largo tiempo.
Minutos
después, recostado sobre la orejera del sillón lentamente me adormilaba con el
traqueteo del cambio de vías, respirando el aire templado por el calor del sol
de la tarde sobre las cortinas que le impedían penetrar, únicamente un rayo atrevido atravesó como
cuchilla el espacio donde las motas de polvo flotaban alimentándose de su luz.
En estado de
duermevela me encontraba, cuando unos enérgicos golpes en la puerta precedieron
a dar paso a la figura que menos esperada, Roberto.
. Tras sus
buenas tardes, solicito permiso para sentarse, su semblante no me daba a
entender que albergara sobre mi ningún reproche, si un hondo pesar. Cabizbajo alargo
su brazo con intención de ofrecerme un sobre, que tímidamente tome.
-Este sobre es para usted, me lo
entregó Daniela tras abandonar el tren en la estación que acabamos de dejar. Sé
que su nombre no es Ernesto, -no se moleste, no quiero saberlo-, y que fue una
farsa lo acontecido en el vagón restaurante. No le reprocho nada, no siento
deseos de conocerle, ni nada más deseo hablar con usted, únicamente quería ser
el emisario de su carta.
Sostuve aquel
sobre con pudor y temor, espere un momento y, lo abrí mientras Roberto
abandonaba el departamento, reprimiendo su congoja, sin más palabras.
- Querido amigo,
o al menos así lo estimo
No deseo
causarle con mi actitud ningún dolor ni daño. Más dolor siento yo al pensar,
que su recuerdo sobre mi únicamente se base en mi inexcusable y extraña actitud
para con usted, pero que en absoluto
responde mi habitual conducta. Aunque entendería lo contrario, por lo que
espero que estas palabras subsanen en la medida de lo posible las dudas que
albergara. Todo para con usted fue sincero por mi parte, aunque sin duda es
ineludible por mí parte una explicación, pero como comprenderá sobran las
palabras si atendió al encuentro con mi prometido en el vagón restaurante, lo
siento.
A veces
creemos sentir amor cuando es en
realidad una sombra de tal esencial sentimiento, es lo que sentía por Roberto.
Realizábamos este viaje como reafirmación de nuestro compromiso, pero apenas
comenzado no pude seguir y decidí abandonarle, refugiarme en otro departamento hasta
apearme en la próxima estación, el primero que encontré vacío, sin saber que
allí, su ocupante, al mirarle, aún sin conocer siquiera su nombre, me invadió
un inexplicable sentimiento de que estaba en casa. Pasada esa noche en su
compañía en vez de huir decidí retornar y despedirme para siempre de Roberto,
cuando usted nos sorprendió en el restaurante. En lo más íntimo albergo la
esperanza de que algún sentimiento similar anidara en usted, pero prefiero que
el tiempo sea cómplice, o no, de nuestro
destino. De serme concedido tal deseo, el próximo año en esta misma fecha, en ese
mismo departamento, espero encontrarle, y así podrá decirme su nombre. Si fuese
ese también su deseo, sabrá reconocer si estoy, y donde encontrarme.
No me olvide,
yo no podré.
La felicidad
para mí siempre fue un estado de ánimo ficticio, un estado que se alimenta de
ficticias ensoñaciones, y soy propenso a mecerme en sus fluidos. Este estado
amamantó toda mi existencia, me sentía seguro, hasta que la conocí. Por eso sin
equipaje me disponía a dejar de ensoñarla, para vivirla. Por fin llegó
el momento.
Día tras día en todo este tiempo, Daniela se convirtió en el pasajero habitual de mi memoria. Como un joven adolescente excitado por vivir su primera experiencia transité el interior de aquel tren de antaño hasta encontrar el departamento rememorado hasta la extenuación. No me atrevía abrir la puerta, pero mi mano
tomo la iniciativa y de un impulso quedó a la vista el interior, vacío,
idéntico a como lo recordaba, cerré la corredera tras mis talones y me encaminé
a la ventana abierta, esta vez la lluvia primaveral humedecía los cantos que
abrazaban las vías haciéndola brillar, mis pupilas quedaron atrapadas, el olor
a óxido húmedo acompaño mi recuerdos mientras me deje deslizar hasta sentarme
en el sillón. Con pesar por su ausencia, reconocí lentamente
con la mirada, -como entonces-, el
entorno y de repente en la misma esquina sobre el porta equipajes, su minúscula
maleta cuadrada de vértices metálicos como las de antaño. No albergue
dudas, sin apenas sentir el balanceo del vagón dirigí mis pasos hacia donde ella
dijo que sabría encontrarla. Ya percibía el olor del café, de los dulces.
Llegue a la puerta, me paré, creí verla a través del cristal serigrafiado, -¿y
si no es ella? pensé-. Con un nudo en el estómago, y un vuelco en el corazón, de nuevo mi mano tomó la iniciativa y deslizó lentamente
la corredera.
Todavía hoy me
siento, su Ernesto, -para ella siempre lo seré-, confesare que en aquel momento ya
me consideraba un romántico vocacional, sensible hasta la lágrima, ni que decir
que estas virtudes –o defectos- se me acentúan con la edad y con semejante
maridaje creo, involucionar en lo
referente al futuro de mi especie. Pero en este estado deseo apagarme,
entregarme al otro lado para volverla a ver.
Fuimos muy felices, por eso cada año en estas mismas fechas me llevo su recuerdo, su minúscula maleta, la deposito en el mismo lugar donde primeramente la encontré, y permanezco allí en el mismo departamento, encerrado, porque creo que si no dejo de mirarla, mantendré viva su memoria hasta que ella venga a buscarme porque desde que Daniela me falta, este dolor espera la muerte como un bálsamo.
Día tras día en todo este tiempo, Daniela se convirtió en el pasajero habitual de mi memoria. Como un joven adolescente excitado por vivir su primera experiencia transité el interior de aquel tren de antaño hasta encontrar el departamento rememorado hasta la extenuación.
Fuimos muy felices, por eso cada año en estas mismas fechas me llevo su recuerdo, su minúscula maleta, la deposito en el mismo lugar donde primeramente la encontré, y permanezco allí en el mismo departamento, encerrado, porque creo que si no dejo de mirarla, mantendré viva su memoria hasta que ella venga a buscarme porque desde que Daniela me falta, este dolor espera la muerte como un bálsamo.
Fin
No hay comentarios:
Publicar un comentario